Estamos rodeados de » inteligencia», comemos alimentos inteligentes, vestimos con prendas inteligentes, conducimos vehículos inteligentes, trabajamos con sistemas inteligentes y si tenemos suerte, residimos en ciudades inteligentes… Pareciera que los únicos «no inteligentes» fuéramos nosotros y los que nos rodean, sino, ¿de qué otro modo se explica tanta oferta y demanda de inteligencia?
Siempre he dudado de la efectividad de los sistemas inteligentes, en aquellos que brindan la «información oportuna y necesaria para tomar mejores decisiones», porque tras de estos sistemas siempre habrá personas. ¿Cuántas veces hemos dicho «sí» o «no» cuando sabíamos que lo contrario era lo correcto? y actuamos así por extrañas circunstancias que muy a menudo se explican por nuestro estado emocional, que muy difícilmente podrá ser considerado en los algoritmos de cualquier sistema inteligente.
Por ejemplo, en el trágico accidente de aviación de la línea área Avianca en 1990 en el aeropuerto JFK de Nueva York, ¿qué falló para que un avión de estas características se estrellase por falta de combustible?, ¿faltaba más «inteligencia» al avión o más convicción y seguridad en sí mismo al piloto? Al parecer, el avión hizo su trabajo, brindó la «información oportuna en el momento adecuado», todo indica que el piloto no supo utilizarla correctamente, transmitiéndola con poca claridad a los responsables del control aéreo del aeropuerto.
Bienvenida la inteligencia en los sistemas, pero no descuidemos algo aun más importante, complejo e impredecible, imposible de embeberlo, al menos por ahora, en las lógicas de un sistema automatizado: La inteligencia emocional de los individuos, que por exceso de confianza o por la carencia de ella, puede derivar en acciones o decisiones absurdas que en algunos casos pueden resultar en consecuencias irreparables.